Nadie es perfecto (salvo Mario Galaxy 2)
Desarrollar un videojuego es una tarea ardua, un proyecto como grupo que debe elaborarse concienzudamente desde el mismo esbozo inicial hasta dar lugar a un producto acabado, ultimado y perfectamente unido entre sí. No es fácil dar por ello y al trabajar en grupo es lógico, sensato y predecible saber que habrá división de opiniones, que en esos temas de incisión hay que decantarse por una opción y que puede haber margen para el error debido a la propia alevosía del ser humano para errar. No en vano, el objetivo de los desarrolladores no es otro que provocar sentimientos a la hora de jugar a un juego: poco importa que sean de risa o risibles. Su trabajo queda recompensado cuando el usuario reacciona frente a la pantalla.
Así la sociedad occidental, tan lacaya que se permite el lujo de poner cifras, números y formas geométricas a todo, ha ido esquematizando los niveles de perfección y dividiendo a los videojuegos de los que son mejores y más trabajados, frente a otros que han mostrado un nivel inferior. Es cierto, hay juegos mejores que otros y desarrolladoras que dan mejores frutos con mayor experiencia que otras. ¿Pero está todo decidido? ¿El ser pequeño te priva a estar un escalón por debajo de los grandes? No señor. Por eso el mundo del videojuego es libre en su ejecución: alguien marca unos valores de calidad magnos, pero nadie indica que puedes hacer algo distinto a ellos. The Legend of Zelda está muy guay, pero el mundo no se pararía de existir “El guerrero Casimiro” o algo por el estilo: porque las cosas se pueden hacer de otra manera.
En la historia de las artes gráficas y plásticas, la perfección siempre ha sido un modelo a seguir: un esquema tradicional, idealizado, modelado y armonizado sobre cómo deberían ser las obras de arte y que modelo deben seguir. No obstante, posteriormente nacieron otras artes que buscaron todo menos el ideal de perfección, e hicieron cuanto pudieron para vender su nuevo arte como “la perfección en sí”. La pintura impresionista por ejemplo, buscaba una reacción frente a la perfecta neoclasicista y realista de mediados del siglo XX: eliminando detalle en la pintura y usando el color para dar luz y sombra a sus cuadros: no buscaban realidad al máximo, sino partir de ella para buscar su “perfecta” belleza. Y no por ello se cayó el mundo, si no que muchos observaron esa nueva corriente estética y la catalogaron como “perfecta”. Duró algo más de medio siglo.
Si algo deben tener claro a estas alturas del artículo son dos cosas: primero que la perfección como tal, no existe. Pueden ponerse todo lo religiosos que quieran, pero la perfección como tal se puede correlacionar con un sinónimo de belleza y arquetipo de la verdad: se la podemos dar a algo que tenga 300000 de belleza más que todo lo demás o porque es lo más bello que hayamos visto nunca (qué expresión más desgastada, por cierto), ¿pero quién le da el nombre de perfecto? El ser humano, algo imperfecto. ¿Y quién le ha dado el nombre de imperfecto? Yo, un ser humano. No lo duden, es nuestra egolatría a catalogar todo como algo reconocible y clasificable como conjunto y como sociedad. ¿Es malo? Claro que no, analizar, criticar, discutir, dialogar es algo intrínseco no solo del ser humano, sino toda la fauna animal. Y nuestro pan de cada día.
Entonces, ¿qué es cierto en sí? Que la perfección es una creación del ser humano y que cada uno es libre de atribuirla a quien quiera. Alguno se la dará a sí mismo, otras a Justin Bieber, otros a este modesto blog e incluso habrá quien se la atribuya al propio Gobierno. Y no pasa nada, porque es normal y lógico creer en algo que nos gusta y nos infunde de felicidad y amor al prójimo. Nos alegramos porque nos gusta otro, qué majos. Por supuesto, el ser humano no es producto de su pensamiento únicamente, sino que es un ente público y vive en comunidad con otras personas. De hecho, es más producto de su entorno que su propia identidad, y que para reunirse en compañía de forma habitual basta con tener un punto en común y compartirlo, la sociología así lo explica. Otra cosa es que la diversidad de opiniones genere un malestar o una necesidad de crecer, ser más grandes y propagar una opinión como única y más verdadera que las demás; pero quizá en eso también somos imperfectos como humanos. Arte cíclico (románico, gótico, renacentista, barroco, neoclasicista, impresionista, vanguardista, surrealista…), comunidad cíclica (paz, guerra, democracia, dictadura, república, anarquía, comunismo, etc.).
Todo esto viene a cuento de algo. Qué imagen más mona de Ocarina of Time. El juego legendario y definitivo de la serie The Legend of Zelda que supuso un antes y un después en la industria de los videojuegos, que marcó un estándar sobre cómo deberían ser los videojuegos y cómo ser tan bueno intentando parecerte a él. Para muchos, es el mejor videojuego hecho nunca, con lo cual la idiosincrasia del ser humano le da el valor de “perfecto”. Nadie es perfecto. Nadie lo es, Ocarina of Time. Quizá a nivel gráfico no merezcas ningún ajuste (potitos gráficos y esas cosas), pero el tiempo pasa y otros juegos habrán superado tu “perfección” de control a caballo o han atribuido valores falsos acerca de la complejidad de tu “Templo del agua”. Pero que nadie salte ante la provocación: porque esto es una cuestión de fe. Podemos considerar a Ocarina of Time como “algo perfecto” o como “uno de los mayores exponentes de la historia del videojuego, quizá el que más, pero no perfecto”.
Y aquí esta el tema que proponemos hoy. Evidentemente hay juegos que tienen errores conceptuales lógicos: si un juego que quiere ser de acción directa tiene 1 minuto de tiempos de carga, hablamos de un error de bulto y subsanable. Pero habrá alguien en el mundo (supongamos que esté loco o deja que yo lo suponga por tí) que piense que ese minuto de carga tiene significado, que el hecho de cargar durante tanto tiempo es tan frustrante que incluso lo haga adorable y lo convierta en perfecto. Vale, no hace falta irse muy lejos, tienen a Victoria [Rokuso3] y su amor incondicional a Drakengard (¡aaaaaaaaaaaaaaaaaaah!), pero todo entra dentro de la multiplicidad del ente humano, como así cabe reconocer el buen gusto que tiene esta señorita con los videojuegos (menos con Drakengard, eso sí).
Aquí que llevamos hacia las personas, también lo podemos llevar hacia los trabajos y las creaciones. En el pasado artículo del indie Knytt Underground publicado en ZehnGames y aquí a posteriori veíamos como un tal Nicklas Nygren y su equipo de desarrollo decidía renegar de la voluntad del público: eliminaba ayudas y ponía trabas muy estúpidas de medio pelo para visualizar el final “perfecto” de su juego. Un final de mierda que es su idealización y quiere que lo creas así: que consideres su absurdo como “perfecto”. Igual no todos lo harán pero otros que pasen por el aro, así lo creerán. Y son libres de creerlo. Y nosotros de criticarlo. Pero hay que reconocerle el mérito a Nicklas por crear ese entramado realmente absurdo y conseguir que la gente y la industria del videojuego le aclame por ello (dentro del silencio que ha despertado la obra), y aquí no hay nada de acritud desde mi pluma. Es todo un éxito.
Un éxito al convertir su defecto como virtud, su estilo alternativo negro con texturas irrealistas y paleta multicolor como algo cool a seguir, sus JuanTalamerísticas físicas como artífices de retos mayores y desafiantes para el jugador… y por supuesto, su estúpido final como una genialidad. Entonces nos damos cuenta de que, más allá de la calidad de un juego, más allá de la gente que mueva, más allá de las características del mismo, más allá de su palabra y de su voz; más allá de todo está su poder de convicción y la capacidad del ser humano para creer. Quizá la calidad pueda medirse mediante el propio poder de convicción de un videojuego (¿se mediría en ventas? ¿Disparos en la cabeza? ¿Niveles completados? ¿Chistes buenos que hago al año?), pero hasta entonces queda decir que nadie y todo es perfecto, y que todo es posible e imposible.
PD: Por cierto, todo lo escrito aquí es verdaderamente verdad, pero Super Mario Galaxy 2 es perfecto, ¿me entiendes? PER-FEC-TO Y ahora escribo en rosa.