Castlevania II: Simon’s Quest
Hay ocasiones en las que un videojuego genera tal nivel de ruido y comentarios a su alrededor que resulta muy difícil no hacerse ideas preconcebidas acerca de su calidad o sus características. En el caso de Simon’s Quest, este ruido lleva produciéndose desde su salida a finales de los años 80, y aún en la actualidad es fácil encontrar voces predicando, generalmente de forma polarizada, su amor u odio –más bien odio– hacia la segunda entrega de la saga Castlevania en NES. Quizás el videoanálisis en el que James Rolfe, en su papel de The Angry Video Game Nerd, despotricaba con el tesón de una alimaña contra cada detalle del juego sea el ejemplo más claro debido a su popularidad. Por eso, es muy difícil que hoy en día un jugador pueda acercarse a esta polémica obra sin más prejuicios que su propia experiencia con la franquicia de los cazavampiros. Sin embargo, puede que esto no sea precisamente un inconveniente, ya que debido a ciertas peculiaridades de la obra es recomendable acceder a ella conociendo de antemano ciertas advertencias para no llevarse las manos a la cabeza a las primeras de cambio. Y es que, como vamos a analizar a continuación, a Castlevania II: Simon’s Quest no hay por dónde cogerlo.
La saga Castlevania es terriblemente prolífica. Sus obras superan la treintena y no son pocos los géneros que ha tocado, teniendo como principales vertientes los juegos clásicos de acción y plataformas, y los llamados metroidvanias, surgidos al amparo de Symphony of the Night. Sin olvidar, por supuesto, algunas entregas que se atrevieron a recrear entornos en 3D, y que tras el reinicio que supuso Lords of Shadow tiene pinta de que será la tónica habitual a partir de ahora. En realidad, Simon’s Quest no encajaría con exactitud en ninguna categoría de las nombradas, siendo demasiado rolero y no lineal como para pertenecer a la vertiente clásica, pero sin un gran castillo que explorar como en la metroidvaniana.
Antes de su salida, el bagaje de la saga se resumía en el primogénito Castlevania de NES y Vampire Killer para MSX2, cuyo desembarco en las tiendas se produjo de forma casi simultánea, con poco más de un mes de diferencia en sus respectivas ediciones originales. En ambos, pese a sus muchas diferencias a nivel de diseño, se narra mediante acción y jugabilidad la primera aventura de Simon Belmont, en la cual se interna en el tenebroso castillo del malvado Conde Drácula para librar a la humanidad de la lacra de su existencia. La secuela que hoy nos ocupa vio la luz por primera vez en verano de 1987 para Famicom Disk System, un año después en Estados Unidos para NES, y finalmente llegaría a Europa ya bien entrados en 1990. Simon Belmont repite como protagonista, llevándonos la trama varios años después de la cruenta batalla contra el señor oscuro. Por desgracia para el famoso cazavampiros, las heridas sufridas durante tal enfrentamiento no cicatrizaron, portando en él una maldición. O, al menos, eso es lo que le dice una misteriosa y bella figura femenina, la cual además le proporciona la información necesaria para deshacer tal injuria: reunir las cinco reliquias de Drácula en las ruinas de su castillo para, una vez invocado, volver a derrotarlo y sellar su poder para siempre… si es que es posible tal cosa.
Haciéndole caso a la misteriosa mujer, Simon Belmont y su inseparable látigo deciden emprender la aventura de buscar y reunir esas cinco reliquias, escondidas por los malvados esbirros de Drácula en cinco grandes mansiones, bien protegidas por todo tipo de bestias y seres de ultratumba. Para ello, el equipo desarrollador prescindió del estilo lineal y desafiante del primer Castlevania para llevar más allá el enfoque abierto de Vampire Killer, añadiéndole además un componente aventurero con mucho peso en la jugabilidad y unos toques de rol que podrían considerarse un vestigio de los metroidvania que vendrían muchos años después. Por desgracia, ni la acción, ni la aventura, ni el componente RPG tienen un desarrollo acertado, y en algún caso rozan lo desastroso. Características impropias de una compañía del calibre de Konami.
En la piel de Simon iniciamos la aventura en las calles de un pueblo de la vasta Transilvania, en la que encontraremos personajes con los que hablar, comerciantes a los que comprar útiles objetos y lugares donde recuperar la salud. Una vez partimos de ella, nos esperarán distintos escenarios, generalmente pequeños y lineales, en los que combatiremos contra diversos seres infernales hasta que eventualmente lleguemos a otro pueblo, alguna de las mansiones en las que se ocultan las reliquias o un callejón sin salida. En general, en los juegos de aventuras el héroe toma pistas de los personajes para saber cómo progresar, pero en el caso de Castlevania II no funciona así. El 90 % de lo que dicen los habitantes de las ciudades es inútil, absurdo, o directamente una vil mentira. En algunos casos dan pistas falsas explícitamente, de forma que el jugador puede estar insistiendo en una serie de acciones que no funcionan sin saber exactamente qué está haciendo mal. Por suerte, no sólo de las palabras de la plebe vive nuestro cazavampiros más emblemático, ya que durante la investigación de los escenarios también encontraremos algunos libros que contienen pistas algo más útiles, aunque lamentablemente no son sencillos de encontrar. Durante las primeras horas, podemos llegar a pensar que estos libros están ocultos siempre en zonas donde los muros tienen un espesor mayor, debido a que de esta forma encontraremos un buen número de ellos, mas estaremos errados. Algunas de las pistas más importantes se encuentran escondidas tras bloques donde muy difícilmente se nos ocurriría investigar. Conclusión: sin una guía o conocimientos previos sobre las partes más problemáticas, el jugador podría estancarse y dar palos de ciego durante muchísimas horas hasta que, frustrado hasta límites insospechados, abandonase el juego para siempre. A la moda tomar al pobre Simon por el pito del sereno también se suma el manual de instrucciones, que mezcla información útil (como que el agua bendita sirve para desintegrar ciertos muros y suelos) con chorradas y mentiras variadas… e incluso algún que otro chiste malo.
Una serie de situaciones desproporcionadamente enigmáticas merecen mención especial. Siendo francos, una vez nos damos cuenta de que a los ciudadanos no hay que hacerles mucho caso, y que investigando y usando el sentido común se logra ir dando, con esfuerzo, pasos hacia el frente, el problema podemos reducirlo a un par de momentos clave, donde la acción a realizar (vaya a este punto concreto, equípese esta cosa y agáchese durante cinco segundos) es terriblemente críptica y prácticamente imposible de realizar por azar. Las pistas que hacen referencia a dichas maniobras en un caso están realmente escondidas, y en otro no son lo suficientemente claras, lo que unido al enorme entramado de confusión y mentiras que asola todo el componente aventurero hace que nos encontramos ante la que es, quizás, la mayor tara del juego: la total desconsideración con el jugador en la administración de la información necesaria. Por mucho que las pistas y las frases estén planeadas como un gran puzle en el que seleccionar información, combinarla y recurrir a interminables sesiones de prueba-error, se fracasa en cuanto el jugador se siente engañado y desprotegido. A lo cual, por supuesto, tampoco ayudan un par de pequeños errores de traducción que embrollan todavía más al indefenso usuario. Sólo por esto, ya se podría decir que no es un juego recomendable, pero como siempre se puede recurrir a las ayudas externas, se analizarán el resto de aspectos del juego. ¿Si Simon’s Quest hubiese tenido una mejor gestión de la información habría sido un buen juego? Vamos a verlo.
El control de nuestro temerario aventurero es muy similar al de la primera entrega, con los movimientos ortopédicos que han caracterizado a las primeras entregas de Castlevania. De esta forma, ni la altura de salto es controlable ni se podrán hacer correcciones para aterrizar correctamente; y por supuesto, seguimos siendo incapaces de correr y cualquier impacto nos empuja hacia atrás. Por suerte, el componente plataformero está mucho menos desarrollado que en el primer juego de la franquicia, por lo que sólo un par de zonas nos darán problemas al progresar en cuanto a saltos. El ataque, como es natural, se realizará mediante oportunos latigazos marca de la casa, pudiendo mejorar nuestra emblemática arma comprando actualizaciones en los distintos pueblos, hasta llegar a tener un látigo de fuego de lo más chanante. Además, las armas secundarias siguen estando presentes, y en esta ocasión las conservaremos pudiendo seleccionarlas desde el menú. Entre ellas se encuentran los clásicos puñales arrojadizos, la famosa agua bendita, un eficaz ataque de fuego, unos diamantes arrojadizos tan exóticos como inútiles, así como unos consumibles en forma de ajos y hojas de laurel con aplicaciones invocadoras o curativas.
Del mismo modo, las reliquias que vamos coleccionando también pueden ser equipadas, poseyendo sendas funciones especiales. Por ejemplo, si nos equipamos la costilla de Drácula, obtendremos un práctico escudo que nos protegerá de ciertos proyectiles, mientras que la uña (según el manual es un colmillo) permite romper los bloques falsos con el látigo. En otros casos, llevar equipados ciertos órganos del no-muerto será necesario para granjearnos acceso a ciertas áreas. Para ir realizando las compras pertinentes es necesario recolectar los corazones (clásica unidad monetaria de la franquicia) que sueltan los enemigos vulgares al morir, por lo que no es de extrañar que tengamos que granjear por los distintos escenarios. Por otra parte, se elimina el arcaico sistema de puntuación de sus dos predecesores a cambio de incorporar un sistema de experiencia y niveles de lo más peculiar. De forma extraña, no recibimos experiencia por enemigo eliminado, sino al recolectar los corazones, de forma que además de destruir a los bichejos necesitaremos suerte para que nos procuren el merecido premio. Lo que sí me parece muy acertado es que, una vez llegados a cierto nivel, los enemigos de las áreas más sencillas no nos proveerán más experiencia, obligándonos a acudir a las zonas más avanzadas si queremos seguir mejorando. De esta forma, al llegar al sexto nivel no habrá lugar alguno en todo el juego en el que poder incrementar nuestro poder.
Otra de las características más conocidas del videojuego es el de los ciclos día-noche. Cuando accedemos al menú, podemos ver en la parte superior un cronómetro que simboliza los días, horas y minutos –en tiempo de juego– consumidos durante la aventura. A las 6 a.m. amanece y a las 6 p.m. se hace de noche, durando cada intervalo casi cuatro minutos reales. Las diferencias son significativas, ya que los enemigos son más fuertes y dejan más experiencia y corazones durante nuestras incursiones nocturnas; sin embargo, los habitantes de la cuidad y los comerciantes se esconden tras sus puertas hasta que el sol de la mañana derrota a la oscuridad. Parece una buena idea, y así sería si no fuera por lo cargantes que son los mensajes que nos ponen al corriente de que sale o se esconde el astro rey y lo molesto que es tener que esperar pacientemente a que se haga de día para realizar nuestras compras.
Tiempo para el diseño de niveles, uno de los apartados más desastrosos del cartucho. Si el primer juego de la franquicia (tanto en NES como en MSX2) se caracterizó por un diseño de niveles interesante y unos jefes desafiantes, todo eso se va a la porra en Simon’s Quest. Dejando a un lado los escenarios del mundo exterior, que no están tan mal a pesar de repetirse demasiados fondos y de tener demasiadas zonas inservibles, las mansiones están diseñadas sin el más mínimo talento, con aspecto clónico y dando en muchas ocasiones la impresión de estar ante un entramado de escaleras y plataformas generados en parte de forma aleatoria (y no, no es el caso). Nuestra única misión en ellas será encontrar al vendedor de estacas de madera para realizar la pertinente transacción y lanzar nuestra flamante compra a la esfera que se encuentra en la parte más recóndita del caserón. Por eso es difícil de entender que existan tantos caminos absurdos que no aportan siquiera dificultad, puesto que tarde o temprano es fácil darse cuenta del camino correcto. Los enemigos de estas áreas interiores no tienen la variedad del resto, repitiéndose sin cesar los limos, esqueletos, armaduras y gárgolas. Suspenso.
Si obviamos el engañoso sistema de pistas y nos centramos simplemente en la habilidad, es preciso acuñar que estamos ante un juego realmente fácil. Nada que ver con las frustrantes mecánicas de sus antecesores, siendo los enemigos mucho más pusilánimes y débiles. Se pone especialmente de manifiesto en los jefes, que además de ser sólo tres contabilizando el enfrentamiento final con Drácula, son terriblemente cómodos y están pobremente diseñados. Asimismo, tras consumir todas las vidas es posible salvar tu progreso mediante password o continuar en el mismo punto donde se produjo nuestra última defunción (con la salvedad de perder todos los corazones y puntos de experiencia no usados), por lo que en muchísimas ocasiones la muerte no supone el más mínimo problema. Tanto es así que la totalidad del videojuego se siente desposeída de la esencia y el reto de los Castlevania, salvando quizás el apartado técnico y artístico que será comentado más adelante. Ni siquiera la inclusión de tres finales diferentes, dependiendo de los ciclos día-noche consumidos (es conveniente saber que en el interior de las mansiones el tiempo no transcurre), logra que el jugador tenga el más mínimo interés en volver a las calles de Transilvania una vez concluida la hazaña.
Visualmente es un juego muy correcto, aunque con alguna sombra en su haber. Muchos escenarios exteriores están muy bien tratados, con buen colorido y muy definidos, lo mismo que los sprites de muchos enemigos y personajes. Por el contrario, las áreas interiores, y en especial las mansiones, tienen un aspecto muy similar entre sí, variando únicamente el color de los ladrillos que conforman los fondos. A veces también se nota la escasez de animaciones de algunos sprites, aunque se compensa si tenemos en cuenta que hay casi treinta tipos de enemigos comunes, volviendo a ver a nuestros queridos esqueletos tirahuesos, peces-hombre y cabezas de Medusa. Quizá se echan de menos (es un decir) a los traviesos jorobados que nos hacían la vida imposible en el primer juego de la saga, pero no se puede tener todo en esta vida. Los jefes (Carmilla, La Muerte y Drácula, que no hay más) tienen un aspecto que no pasa de aceptable, y en el caso del Conde hasta lamentable, alejándose de la imagen que todos tenemos del nosferatu más famoso del mundo.
Si hay algún aspecto del cartucho que merece alguna alabanza, ése es el apartado musical. Y más por calidad que por cantidad, puesto que la obra de Konami se mueve principalmente entre cuatro temas: uno para los pueblos, otro para las mansiones, otro para la noche y el último para el día. Precisamente, el tema que podéis escuchar arriba, bautizado como Bloody Tears, es quizás lo mejor de todo Simon’s Quest. Una melodía animada y con un toque macabro acorde con la temática que además ha sido utilizada en numerosísimos juegos posteriores de la franquicia. Kenichi Matsubara, compositor que trabajó en varios juegos clásicos de Konami, quizá sea el único que hizo bien su trabajo. A modo de curiosidad, en el original de Famicom Disk System, los temas tenían unos arreglos totalmente distintos, y en general mucho peores.
Ya concluimos. Castlevania II: Simon’s Quest es un juego desastroso que sólo es recomendable para aquellos que tengan curiosidad por los orígenes de la saga. Bebe más de Vampire Killer que del primer Castlevania, pero lo enfoca de manera nefasta en casi todos los aspectos. El componente aventurero hace aguas por todas partes, siendo críptico y engañoso hasta la saciedad. Por otra parte, las mansiones, que hacen las labores de mazmorras, son terriblemente repetitivas, sosas y pobremente diseñadas. La escasa presencia de jefes y su injustificable falta de dificultad no hacen sino acrecentar la sensación de que esto no es un Castlevania como mandan los cánones. Se salvan de la quema el sistema de niveles, que pese a ser sencillo añade algún aliciente para seguir jugando mientras buscas el camino a seguir; y unos apartados técnicos y artísticos al menos dignos. Mi consejo es que os alejéis de esta secuela, que no representa los valores que hicieron de esta saga una de las más exitosas y admiradas. Simon’s Quest es un error que la propia compañía japonesa supo ver, de modo que los siguientes juegos de la franquicia volvieron a la buena senda, como el simple pero retador Castlevania: The Adventure de Game Boy o el magnífico aunque dificilísimo Castlevania III: Dracula’s Curse. Esta secuela no deja de ser una apetecible curiosidad histórica para los jugadores más fisgones, pero avisados quedáis: lo que encontraréis no es más que pura maldad.