Assassin’s Creed
Imagina que tu vida, tus actos y tus pensamientos no se esfuman con la muerte. Imagina que tus descendientes portan consigo, como información genética, todo lo referente a ti y a tus antepasados. Una forma de vivir eternamente como residuo biológico en el interior del ADN de tus retoños. Una forma de ser, desde cierto punto de vista, inmortal. Ahora imagina que alguien muy inteligente inventa una máquina capaz de acceder a esa información acumulada durante milenios y seleccionar fragmentos concretos. Una máquina tan asombrosa que incluso permite al sujeto sumergirse en el recuerdo y revivir las hazañas de sus parientes más ancestrales. ¿Qué se podría hacer con algo tan extraordinario? ¿Verificar datos históricos importantes? ¿Conquistar el mundo? ¿Un videojuego mediocre? Veámoslo.
Hoy día Assassin’s Creed es un monstruo imparable, una franquicia descomunal que en pocos años ha editado más de una decena de videojuegos entre entregas principales y spin-offs. Una maquinaria comercial de dimensiones colosales basada en la explotación de una saga, poniendo su tren a velocidades tales que parece que de un momento a otro descarrilará y se llevará por delante algún que otro trozo del poderoso pero inestable mundillo del videojuego. Ubisoft puso al cargo del desarrollo de esta primera e inofensiva entrega a Patrice Desilets como director y a “miss sonrisa” Jade Raymond en las labores de producción (foto). Una pareja de jóvenes canadienses enfrascada tanto en su personal lucha de egos como en dirigir a las 150 personas que trabajaron en el proyecto (ya conocéis a Ubisoft y sus interminables listas de créditos finales). Finalmente, Assassin’s Creed salió a finales de 2007 para Xbox 360 y PlayStation 3 (meses más tarde llegó al PC) y se convirtió rápidamente en uno de los primeros hits de la generación. Las publicaciones se debatían entre el elogio a los apartados técnicos y la crítica a las mecánicas jugables, demasiado repetitivas. Entre ellas encontramos el ya célebre 9,6 que le cascó Meristation cuando jamás sus decimales habían sido otra cosa que cero-cincos. No lo busquéis, lo retiraron de la web como el que esconde la basura debajo de la alfombra. Maletines aparte, el bombo que recibió el juego, anuncios televisivos incluidos, lo colocó directamente en la primera plana de cara a las inminentes compras navideñas. Pero, más allá del instrumento para hacer dinero, ¿qué hay del propio juego? Allá vamos.
Assassin’s Creed podría definirse como un juego de acción tridimensional basado misiones con cierta apariencia de sandbox. Sin embargo, la mayor parte del peso no recae en las mecánicas, sino en la narrativa. La premisa con la que hemos abierto este análisis la vive en primera persona Desmond Miles, un vulgar camarero que, sin saber muy bien por qué, es secuestrado por una poderosa y furtiva compañía llamada Industrias Abstergo. Allí conocerá a dos peculiares miembros de la empresa: el severo cabecilla del proyecto Warren Vidic y su simpática ayudante, Lucy Stillman. La historia comienza con Desmond tumbado sobre el Animus, un enorme aparato que conectará su consciencia, a través de la memoria genética, con la de su antepasado, el miembro de la hermandad de los hashshashin Altaïr ibn-La’Ahad. De ese modo, el foco de atención se mantendrá a caballo entre las dos épocas, con Desmond en 2012 y con Altaïr durante la Tercera Cruzada (1189-1192). Precisamente es en el siglo XII donde más tiempo pasará el jugador, pues bajo la capucha del asesino seremos testigos y protagonistas de una historia de guerra y traición por hacerse con el poder de un extraordinario artefacto: la fruta del Edén.
Como hemos comentado, la narrativa es, junto a la ambientación, la principal apuesta de Assassin’s Creed. Se mantiene al jugador en la ignorancia durante la mayor parte del tiempo, sin saber muy bien ni los objetivos de su secuestro ni qué será de él una vez complete su misión. Cuando manejamos a Desmond nuestro control se limita a deambular por las escasísimas estancias del recinto e interactuar con Warren y Lucy. Sin embargo, esos momentos serán claves si decidimos curiosear un poco, ampliando así nuestros conocimientos sobre ciertos ángulos de la trama. Por el contrario, los acontecimientos relacionados con Altaïr se vuelven predecibles muy pronto, sumando una buena cantidad de personajes secundarios en general bastante planos, como Al Mualim, el jefe de la hermandad, el cual nos encomendará nuestras misiones de asesinato. En realidad, ninguna de las dos vertientes dramáticas funciona por sí sola, es la unión la que le da fuerza y vigencia. Es la idea en su conjunto la que, sumada a pequeños detalles argumentales y a un apartado técnico ciertamente portentoso, consigue que el jugador desee saber cómo sigue la historia. Una tensión constante, insoportable, culminada por un final tan impactante como inconcluso.
En Assassin’s Creed el jugador se coloca dos disfraces. Primero nos introducimos en la piel de Desmond, y a su vez éste utiliza el avatar de su ancestro Altaïr para recabar los datos que requieren sus captores. Por extraño que parezca, una vez llevamos puestos los dos disfraces nos olvidamos de todo lo demás para integrarnos en plena Tercera Cruzada gracias a una gran ambientación, construida en torno a modelos muy interesantes de personajes y edificaciones, saturando la pantalla con ellos y sumergiéndonos en urbes infestadas de callejones y transeúntes. Tras una primera misión en la que, pese al éxito, Altaïr incumple el credo de los asesinos, éste es degradado a novicio, por lo que se le encomendarán asesinatos concretos de ciertos mandatarios ilustres a fin de demostrar una vez más su valía y recuperar su rango.
Assassin’s Creed plantea tanto mecánicas de combate como de sigilo, aunque por desgracia no están del todo bien engranadas con la jugabilidad. Altaïr puede correr, escalar y atacar con diversas armas… pero dicho comportamiento iría en contra de los principios de la hermandad. Por eso, nuestro encapuchado protagonista también podrá hacerse pasar por monje, esconderse en montañas de paja o fingir que descansa tranquilamente en un banco junto a dos aldeanos. Por paradójico que parezca, el comportamiento civilizado y sigiloso sólo retrasará nuestra misión y la hará más lenta y tediosa. Assassin’s Creed puede ser abordado, sin mayores problemas, de forma chabacana, entrando como un gañán en los pueblos y sólo batiéndose en retirada cuando los guardias se enfaden mucho o se nos pasen las ganas de pelear. Todo es tan ventajoso con el jugador que dará igual ser brizna en bosque que cabra en cacharrería. Dependerá, por tanto, del rol que el jugador quiera mantener durante la partida, pero al contrario que otros juegos como Deus Ex, en los que la elección de un tipo u otro de actitud tiene consecuencias, en Assassin’s Creed no se penaliza el mal comportamiento salvo por la aparición de guardias con los que combatir.
Y esto no es precisamente un problema gracias al cómodo y desequilibrado sistema de combate. Sin negar en ningún momento su espectacularidad, que está fuera de toda duda, dicho sistema está excesivamente basado en los contraataques, pues en tanto el jugador se mantenga en posición defensiva, sólo deberá esperar el ataque de un enemigo y pulsar un botón para causarle daños o, definitivamente, mandarlo al otro barrio. Esta coyuntura, combinada con una inteligencia artificial bastante pobre, convierte los combates contra seis o siete enemigos a la vez en una simple rutina, pues todos atacan de uno en uno, igual que en las películas de acción de bajo presupuesto. Posiblemente, el enemigo más duro que encontrarás en todo el juego sea la (a veces) inoperante cámara.
A pesar de todo lo antes mencionado, los combates son el aspecto más divertido de Assassin’s Creed. Y es que el sistema de misiones es tan repetitivo que a buen seguro el jugador irá buscando bronca con tal de salir de sus monótonos quehaceres. Los nueve grandes encargos de Al Mualim componen el grueso del juego y presentan la misma estructura, teniendo la sensación de estar haciendo exactamente la misma tarea nueve veces. En ellas, tras hablar con nuestro confidente, será necesario recabar información a base de pequeñas misiones tales como hurtos, interrogatorios a tortazo limpio o insignificantes trabajos promovidos por algún que otro compañero de fatigas de la hermandad. Afortunadamente, la versión para PC, bautizada como Director’s Cut Edition, incluye cuatro nuevos tipos de misiones para paliar ligeramente la monotonía. Todo el esquema jugable se resiente tras las primeras horas de juego, cuando todo parece novedoso. El tedio que provoca realizar estos encargos clónicos, aderezados con actividades opcionales (y convenientes) como escalar torres o rescatar aldeanos zarandeados por la milicia, expulsa al jugador del mundo que con tanto esfuerzo y asesoramiento han conseguido recrear. La excusa de la narración puede hacer que el jugador se esfuerce y no abandone el juego, pero en cuanto éste advierta que la jugabilidad es un castigo necesario para avanzar la historia, se está cometiendo un error y de los gordos. Sin entrar en la sempiterna lucha entre mecánica y narrativa, lo que sí está claro es que la segunda no puede funcionar si primera no está a la altura. Justo lo que ocurre en Assassin’s Creed y que convierte las quince horas aproximadas que dura el juego en una batalla contra el aburrimiento.
El control, tanto para mando como para teclado y ratón, busca la simpleza dentro del amplio abanico de movimientos de nuestro asesino. Con pocas pulsaciones Altaïr es capaz de matar de formas muy espectaculares y violentas, unas más sigilosas y otras más escandalosas. También dispondremos de una buena variedad de movimientos orientados a la escalada, tanto en parada como en carrera, siendo muy útiles durante las investigaciones y las persecuciones, respectivamente. Tanto es así que a veces tendremos la sensación de estar realizando parkour en plena Edad Media. El control tan simple hace sentir poderoso al jugador, quizá demasiado, pues minimiza el riesgo a fracasar. La salvedad llega, sin embargo, en el medio acuático, pues Ataïr es incapaz de nadar y el mar acabará con nosotros cual Simon Belmont. El resto de ayudas se completan con la interfaz mostrada durante el propio juego, con un utilísimo radar (ampliable durante la pausa) que nos dirá inapelablemente a dónde ir y qué hacer. Lo que no se indica en el mencionado radar es la ubicación de un cierto tipo de templarios y una obscena cantidad de banderines dispersados por todas las áreas que, a modo de absurda subquest desprovista de recompensa, se contabilizan en un marcador independiente. Teniendo en cuenta el superlativo esfuerzo que supondría completar estas búsquedas, no tiene el mayor sentido que el propio videojuego niegue al jugador una recompensa ya no digo justa, al menos apreciable más allá de la lista de logros o trofeos.
Todo este cóctel de malas decisiones en el diseño del esquema jugable se lleva por delante el estupendo trabajo artístico y, sobre todo, técnico. Las cuatro ciudades sobre las que orbita la acción no son especialmente diferenciables, pero sí rezuman su vidilla gracias a las detalladas construcciones y al asombroso tratamiento de modelos y texturas. Siempre bajo el filtro de unos colores apagados y un buen juego de luces. Llegar a las puertas de Jerusalén, Acre o Damasco y observar el inmenso hormiguero humano que se cierne ante nosotros es una experiencia que los amantes de los gráficos de última generación apreciarán especialmente. Eso sí, el inmenso terreno que une las tres ciudades de Tierra Santa peca de vacío y trivial, invitándonos el propio juego a saltarnos el viaje tras completar el primer grupo de misiones.
La banda sonora destaca por lograr una atmósfera medieval por medio de una fusión de instrumentos orquestales y exóticos y una serie de coros graves que aportan cierto dramatismo a la acción. Compuesta por Jesper Kyd, autor de dilatada experiencia en videojuegos, la OST busca la inmersión del jugador en el entorno y ayuda a hacer más creíble el mundo que nos plantan ante nuestros ojos, sin embargo, difícilmente se quedarán en nuestra memoria. Mención especial también merecen los efectos sonoros, fieles y numerosos, así como un doblaje muy profesional y cinematográfico (y en español).
En definitiva, Assassin’s Creed es un alarde de técnica unido a una jugabilidad terriblemente descuidada. Fácilmente se le podrían asignar calificativos como desapasionado, aburrido o sobrevalorado, pero quizá su narrativa, misteriosa y peliculera, consigue a regañadientes que el jugador se esfuerce por vencer al tedio y hacer avanzar la trama. Un videojuego polémico y a la vez un superventas. El comienzo de una saga que hoy en día sufre una de las peores explotaciones videojueguiles que se recuerdan. Pónganse a cubierto cuando estalle.