La teoría de la montaña rusa
Pocas cosas cortan más la respiración que el momento en el que baja la barra de protección de nuestra pintoresca vagoneta y comienza la lenta pero implacable subida. La frente perlada de frío sudor no es más que uno de tantos síntomas que reflejan esa extraña mezcla de miedo e impaciencia, de desconocimiento e ilusión. Intuimos, sin lugar a dudas, a dónde nos lleva todo: el tren se detendrá en el mismo punto donde comenzamos, las barras se levantarán y los usuarios bajarán ordenadamente mientras sonríen, disimulando el mareo y dejando paso a una nueva tanda de ingenuos y aventurados clientes. La experiencia es absolutamente completa: los preliminares generan la tensión adecuada y ese momento final en el que te alejas de la atracción mientras comentas las sensaciones con tus amigos o familiares refuerza el recuerdo de la pequeña aventura. Entre tanto, las idas y venidas a toda velocidad y los loopings imposibles provocan gritos descontrolados y aumentan nuestras pulsaciones hasta niveles posiblemente no muy saludables. Una obra de ingeniería meditada y diseñada para estimular continuamente la segregación de endorfinas. Felicidad pura y dura, que lo dice la química.
Ahora imaginad que, tras un par de trepidantes bajadas, nuestro amigo el feriante detiene su enorme trasto de acero y nos insta a volver mañana o “un día de éstos” para continuar. Que tenemos que bajarnos porque llevamos ya “mucho rato con lo mismo” y es la ocasión perfecta para dejarlo. Que es el momento de guardar la partida, de apuntar el password, y darle al botón de apagado.
Hace ya muchos años que los videojuegos dejaron de ser una experiencia continua. Desde el mismo momento en el que el videojuego comercial dio el salto del salón recreativo al salón comedor, los desarrolladores advirtieron una nueva variable a la que tenían que dar forma: diseñar el fraccionamiento de las partidas. Lejos de ser un atributo baladí o meramente formal, los efectos del posicionamiento geográfico y temporal de estos puntos de guardado, donde el jugador no sólo podrá poner punto y aparte en su camino hacia la gloria, sino que además le permite regresar a él en caso de que sus primeros tumbos tras la reanudación no sean todo lo acertados que cabría desear, pueden ser devastadores. Crear efectos no deseados en la dificultad o dejar atrapado al jugador sin posibilidad de volver atrás a por lo que necesita, por ejemplo, podrían convertir un juego notable en un producto defectuoso. Por desgracia, es más común de lo que se podría imaginar.
Sin embargo, y retomando la metáfora de la montaña rusa con la que abríamos este artículo, quizá no siempre sea deseable disponer de estos puntos de guardado. Puede que queramos disfrutar de la flamante atracción del tirón, un giro detrás de otro y a otra cosa, mariposa. Precisamente, en décadas pasadas, montones de obras fueron unánimemente aclamadas sin necesidad de este tipo de características, consideradas entonces como un valor añadido extraordinario, fuera de lo común. Super Mario Bros. 3, por poner un ejemplo, bien podría haber albergado en el interior de su plateada carcasa una pequeña pila de guardado que, como sucedía en The Legend of Zelda, nos permita volver al día siguiente a ese nivel que se nos está resistiendo. Sin embargo, el debate no está en si a SMB3 le hubiera venido bien tener la posibilidad de salvar el progreso, en el que quizá podríamos estar o no de acuerdo, sino en si era necesario. La fantástica tercera entrega protagonizada por el fontanero bigotudo no necesita punto de guardado porque es una maravillosa montaña rusa de la que no hay que bajarse hasta haber rescatado a la princesa. A pesar de ello, posteriores ediciones y remakes lo incluyeron.
Evidentemente, no todas los títulos pueden prescindir del fraccionamiento de la experiencia. Una vez asumido esto, el siguiente paso es elegir el modelo más adecuado para el tipo de obra y sus características particulares. Echando un ojo a los modelos más habituales, nos encontramos con distintas tendencias: están aquellas obras que buscan, de alguna forma, una justificación en la narrativa para detener la acción y aquellas que basan sus criterios en otros aspectos, como la jugabilidad, la comodidad o el desafío. La primera disposición predomina especialmente en videojuegos de aventuras y, especialmente, en los RPGs, donde es muy habitual situar los puntos de guardado junto a posadas u hoteles, donde podemos dejar durmiendo a nuestros valientes protagonistas y recuperarlos al día siguiente bien desayunados y con toda la vitalidad que permita su nivel actual. Y no es algo exclusivo del rol, ni mucho menos; sólo hay que recordar el ir y venir de cintas para máquinas de escribir en Resident Evil o las siestas al amparo de la brisa en los bancos de Ico.
En contraposición a ellos, los FPS tienden a permitir al jugador salvar su progreso en cualquier instante, sea cual sea la circunstancia. Una cualidad tan ventajosa como peligrosa, ya que nada impide al despreocupado usuario situar su punto de reanudación, de modo involuntario o no, en un instante desfavorable o quién sabe si insalvable. Otros géneros también se han acercado a este modelo de “guarda donde quieras” con resultados, en general, dañinos con el desafío. Abe’s Exoddus, que incorporó un sistema de salvado muy similar a los savestates, vió cómo su exquisito diseño de niveles se desinflaba (de forma ligera, eso sí) por culpa de la ventaja que otorgaba al jugador el mencionado sistema. No cabe duda: cualquier innovación acerca de la forma en la que el jugador puede detener temporalmente su partida debe ser meditada hasta la extenuación. Tan delicado como desactivar una bomba y tan arriesgado como invertir en Bankia.
Y mientras todo esto acontece, el videojuego-montaña rusa se ha evaporado y ya no quedan más que cenizas. Encontrar obras actuales que deban ser completadas del tirón, y en el que además los Game Over signifiquen, efectivamente, que hemos perdido y debemos empezar desde la primera casilla, es casi un ejercicio de escuela de detectives. Se ha perdido, pero eso no significa que lo hayamos olvidado. Alguna cosa suelta como Contra 4 puede recordarnos aquella forma de encarar videojuegos, pero no es suficiente. Aquella filosofía arcaica quizá guarde una autenticidad que sólo un minúsculo reducto de autores, desde el lado más indie de lo indie, ha sabido advertir y ha tenido el valor de recuperar. Y es que en el fondo todos tendemos a la comodidad y necesitamos que alguien nos despierte de este infecundo letargo.